La música en los conservatorios… ¿es música?

El presente artículo es prácticamente una mera traslación a la música en los conservatorios del diagnóstico de la filosofía universitaria por parte del filósofo Gustavo Bueno, y de las implicaciones de la idea de Cultura que él mismo ha señalado.

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En los conservatorios ya no se hace música. Se estudia música. Los conservatorios son el único lugar donde se conserva, se preserva y se perpetúa una tradición musical, a la que sólo se van incorporando tendencias una vez pasados al menos cincuenta años de su aparición (es decir, cuando ya no son tendencia). Igualmente, también se van incorporando tendencias anteriores al grueso del repertorio, por medio de una labor más propia de la antropología que de la práctica espontánea de la música. Me refiero a la corriente de la interpretación con instrumentos de época, que no solo ha reconstruido instrumentos en desuso sino también la manera de tocarlos (articulación, expresión, etc.). En cualquier caso, la desconexión total con la realidad actual de la sociedad se ha convertido en condición sine qua non para que cualquier tipo de música sea practicada o estudiada en un conservatorio.

La música, para ser música verdadera, ha de estar inspirada en el presente. En el presente del estado anímico del músico, o en su entorno, o en lo que su entorno le sugiere o le inspira. Sin esa referencia al presente, la música se convierte en una pieza de museo. En los conservatorios ni siquiera se practica la música por el mero hecho de realizarla, ni tampoco para conseguir un efecto determinado, ya sea anímico o intelectual, en el oyente. La realidad es que en los conservatorios la música se ha engolfado, se ha encapsulado en mera técnica o en una labor antropológica similar a la hermenéutica. Los profesores de conservatorio (sin perjuicio de su mayor o menor competencia, naturalmente) se limitan a transmitir su visión de la forma de interpretar una determinada pieza (o de componerla) conforme al estilo que les transmitió tal o cual maestro, a los cuales se los transmitió a su vez un maestro u otro. Es decir, han perdido todo anclaje con el presente. Con el entorno del músico, como decíamos anteriormente. Como consecuencia de ello, la música que realizan carece de fuerza: puede resultar agradable, pero resulta irrelevante por cuanto no conecta con el sentir o el pensar del ser humano de hoy día, ya que él sí vive en el presente y está conectado con él. Ni siquiera puede decirse que sea música per se, ya que al renegar del presente no puede reproducir aspectos intelectuales o anímicos actuales.

También es ridícula la estructuración de la enseñanza en los conservatorios. Pensar que alguien pueda ser profesor de Armonía, porque es un especialista… ¿Y por qué es un especialista? ¿Porque habrá leído muchos libros de armonía y habrá realizado muchos ejercicios armónicos? Pues muy bien, pero cuanto más sepa de armonía, menos sabrá de todo lo demás, y en definitiva menos sabrá de armonía, puesto que la armonía no esá separada de los demás aspectos de la música. Es imposible ser especialista de nada. Igualmente ocurre con la separación entre composición e interpretación, de la que mucho se puede hablar. Un síntoma de esta desconexión con el presente es la especialización cada vez más extrema (consúltese el aumento progresivo y acelerado del número de «asignaturas» cada vez más numerosas y variadas del currículum de los conservatorios). Pero también lo es la desaparición de la práctica de la improvisación. ¿Por qué no se improvisa? Ya he hablado de la improvisación, y de su ausencia, en otros textos. Los músicos han sido tradicionalmente tanto intérpretes como compositores, e improvisadores. Desde el Barroco, pasando por el Clasicismo y el Romanticismo hasta, por ejemplo, el propio Isaac Albéniz, una gran parte de los principales compositores instrumentistas destacaban por sus improvisaciones.

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¿Cómo es que ya no se improvisa? No se improvisa ni en el conservatorio, ni fuera de él. Excepción hecha de algunas asignaturas que suelen llamarse «repentización», «lectura a primera vista», o incluso propiamente «improvisación», en las que, curiosamente, cuando se improvisa se hace exclusivamente en estilos bastante más modernos (como el jazz) y de forma por lo general muy mediocre, pero casi nunca con los mismos patrones estilísticos del repertorio que se trabaja en todas las demás asignaturas. ¿Cómo es que nadie improvisa las cadencias de los conciertos para solista y orquesta, o de muchas sonatas? La razón de ello, a mi modo de ver, es que en la improvisación el músico es incapaz de filtrar sus emociones y su inteligencia para adecuarlas perfectamente a un estilo del pasado (compuesto en una época y un lugar distintos, en una sociedad distinta). El músico vive hoy, en el mundo de hoy, y escucha no solo música clásica sino cualquier otro tipo de música. Basta pasear por la calle o entrar al supermercado para ser invadido por ella. Pero, además, también escucha ruidos, sonidos y ritmos propios de su tiempo. Y también huele los olores de su tiempo y su lugar. Y también ve lo que le rodea hoy, y no lo que había allí cien años antes. ¿Cómo va a ser capaz de expresar lo que lleva dentro y las impresiones de sus sentidos utilizando un código de hace varios siglos? Es cierto que para que la música (o cualquier otro arte) sea inteligible y significativa ha de tener un código desdifrable al menos en parte por músico y oyente. Es decir, ha de pertenecer, o derivar, de una tradición. Pero si ese código fuera útil, entonces también serviría para improvisar. Y sin embargo, salvo honrosísimas excepciones, no lo es. Pues bien, en vez de observar esta contradicción e intentar comprenderla, hoy se ha preferido sencillamente extirpar la improvisación de los conservatorios. Semejante incongruencia debería bastar para que a más de uno le saltaran todas las alarmas.

Fuera del conservatorio, la producción de la música allí aprendida solo se sostiene por la idea moderna de Cultura (con mayúscula), de la que el filósofo Gustavo Bueno ha hablado con la máxima claridad y contundencia en la obra El mito de la cultura (1). Un mito que el propio Gustavo Bueno califica de oscurantista y confusionario. Transcribo a continuación un pasaje de una larga entrevista (2) al profesor Bueno.

GUSTAVO BUENO: No me refiero a la cultura en el sentido tradicional, la cultura animae de Cicerón, la cultura del alma; es decir, la cultura en el sentido subjetivo, que tiene que ver con la crianza […]. Una persona culta, una persona cultivada; es una metáfora tomada del campo: viticultura, agrigultura […], por la que uno se cultiva a sí mismo. La Cultura objetiva es una idea completamente moderna incubada en las universidades alemanas. Es un concepto que aparece en el siglo XVIII por razones muy complejas, y que empieza a ocupar un espacio en el conjunto del mapa mundi sorprendente, que es lo que a mí me llamó la atención. Porque la Cultura objetiva ya no es algo que está en nosotros, sino nosotros en ella. La Cultura nos hace, nos moldea. Esa Cultura objetiva, ¿de dónde sale? Es decir, cómo esa idea nueva, que hace su primera aparición seguramente en la obra de Herder, Fichte… pero sobre todo en público es Bismarck, el Kulturkauf, la lucha por la cultura… Y entonces pasa a las instituciones: en el artículo 44 de la Constitución Española lo dice bien claro, «todos los españoles tendrán acceso a la cultura». Yo alguna vez les he preguntado a los padres de la Constitución a qué cultura se referían: a la cultura turca, a la cultura maya, o a qué cultura… porque no sabíamos a qué cultura se refieren.

Es decir, la idea de Cultura es una idea abstracta, que yo mantengo la hipótesis de que es una secularización del Reino de la Gracia.

FERNANDO SÁNCHEZ DRAGÓ: Eso te iba a decir. Tú la comparas a lo que fue el mito de la Gracia en la Edad Media, o a lo que ha sido el mito de la raza en la primera mitad del siglo XX.

GUSTAVO BUENO: Más que compararlas, intento ponerlas en relación embriológica. Es decir, el embrión, la crisálida de la idea de Cultura es el Reino de la Gracia. Las relaciones que tiene la Gracia con la naturaleza son las que tiene la Cultura con la naturaleza, precisamente, ahora. Entonces, la cultura se convierte en un mito. Para los alemanes, la cultura era cultura alemana. La cultura empieza a ser el equivalente del espíritu, de algo supremo, y con el nombre de cultura empiezan a dignificarse cosas que son indignas.

FERNANDO  SÁNCHEZ DRAGÓ: Pero la idea de la Gracia surge para diferenciar a los seres humanos de los animales. Los animales no tenían Gracia, los seres humanos sí, luego estábamos en un escalón superior. Entonces, si funciona de la misma manera la idea de Cultura, ¿respecto a quién creemos ser superiores, respecto a otras culturas, a otros pueblos? ¿Ahí está el germen del nacionalismo?

GUSTAVO BUENO: Sí, sí. Esa es la tesis de Fichte. Fichte es el que se inventa la idea de estado de cultura. Las ideas de estado de derecho, de estado gendarme, de estado de libertad, etc., estas ideas Fichte las estudia, las analiza y propone el estado de cultura. Un estado solamente se justifica como tal cuando tiene por objeto desarrollar el patrimonio cultural de un pueblo. Ese pueblo tiene la cultura por una inspiración del espíritu, del Volkgeist, que ya no es el Espíritu Santo, pero es una secularización, es el espíritu del pueblo en una palabra, pero al modo germánico entendido. Entonces la Cultura se convierte en la justificación de un nacionalismo en donde, al parecer, la cultura del pueblo brota de ese pueblo. Es toda la historia de la cultura que se ha escrito todo el siglo XIX y el XX, como si los alemanes hubieran sido los que de su seno han producido a Bach y a Beethoven, o a Leibniz, cuando Bach sería imposible sin la música italiana y sin la polifonía española, cuando Leibniz sería imposible sin Suárez y sin Santo Tomás… Es decir, como si la cultura europea más reciente fuese producto de las diferentes naciones, cuando es una cultura que viene de antaño, de antes, y en la cual todos hemos participado.

FERNANDO SÁNCHEZ DRAGÓ: Tú has dicho, en otras palabras, que éste es un libro –El mito de la Cultura– escrito para arrimar el hombro en la tarea de demoler el último gran mito del milenio. ¿Tú crees que todos los mitos son malos? ¿No hay mitos positivos, no hay algunos que deben ser respetados?

GUSTAVO BUENO: Aristóteles dice precisamente que el filósofo, sobre todo cuando se hace viejo, es amante de los mitos, dice, porque le gusta lo maravilloso. Yo ahí distingo precisamente unos mitos oscurantistas de otros muchos que no lo son. El fundador de la filosofía (por lo menos en nuestra opinión), que es Platón, es el creador de los mitos más influyentes de toda nuestra tradición. Uno de los mitos que vertebran la tradición es el mito de la caverna. Es imposible entender prácticamente toda nuestra cultura occidental, incluso incluido el Quijote, sin el mito de la caverna. E incluso la televisión y el cine. La televisión es el mito de la caverna, literalmente.

[…]

Uno de los grandes peligros del mito de la Cultura es que sirve para dignificar lo que es dignificado por ello. Es decir, si se escribe ahora una historia del teatro de la ópera en Oviedo, no se le llamará «Historia del Teatro de la ópera en Oviedo», porque eso no interesaría a nadie, ni darían subvenciones para esto. Pero si se dice «Historia de la cultura operística en Oviedo», entonces inmediatamente sí. Yo cuento una anécdota, presenciada por mí, de un alcalde del norte -no digo cuál, no era de Oviedo- que contrató una orquesta inglesa y que se gastó cinco o seis millones en ella. Cuando le acosaron al alcalde los periodistas para ver cómo se había gastado ese dineral en un concierto, al hombre acorralado se le ocurrió decir: «¡Es que es cultura, es que es cultura, es un hecho cultural!». Y los periodistas dijeron: «¡Ay, es verdad, no nos habíamos dado cuenta!». Y entonces ya queda todo justificado, por ser un hecho cultural.

Pues bien, como decía anteriormente, lo único que sostiene la producción de la «música de conservatorio» fuera del propio conservatorio es esta idea de Cultura. Los conciertos de música clásica, con escasísimas excepciones, solo se mantienen por medio de subvenciones, y con una modesta aportación directa, para nada suficiente, de un grupo de personas que pagan una entrada a cambio de cultura, pero a las que sin esa autoconvicción de estar «recibiendo cultura» no les merecería la pena acudir a ellos. El público de los grandes conciertos no sirve realmente para costearlos, sino para justificar la subvención. Si los ciudadanos se vieran obligados a costear los conciertos de música clásica con dinero de su propio bolsillo directamente y no a través de los impuestos, es posible que hubiesen desaparecido ya prácticamente todas las orquestas de España, si no todas; y desde luego de ninguna manera pagarían sueldo, viajes, alojamiento y dietas a una orquesta de Inglaterra (o de otro continente), junto con los gastos de construcción y mantenimiento, y sueldos de empleados y directivos, de la sala de conciertos en cuestión.

Dada la desconexión con el presente del repertorio de conservatorio, los músicos se ven obligados, para desarrollar una carrera profesional, a practicar una especie de ceguera voluntaria. Deciden no querer ver la distancia con respecto a la realidad del sentir y el pensar del público (del ser humano del presente y su entorno), centrándose completamente en el repertorio de música que ejecutan. Prefieren no enterarse de la insuficiencia de la música que tocan respecto a la realidad de lo que llevan dentro, en contínua relación con lo que les rodea. Podría decirse que «echan toda la carne en el asador» cuando preparan y cuando interpretan un concierto, puede decirse que se entregan completamente en cuerpo y alma, y en efecto así es, pero al mismo tiempo deciden también de forma voluntaria (aunque secretamente, íntimamente) ignorar la razón por la que la gran mayoría del público acude a escucharles, y la insatisfacción (o la muy superficial satisfacción) con la que la mayoría de ese público se marcha después del concierto. Y, sobre todo, deciden ignorar ciegamente la parte de ellos mismos -esencial o circunstancial- que también se dejan fuera. Es decir, en cierto modo los mantiene una actitud parecida a la que mantiene activo a un atleta, a un deportista o a un científico que dedique cuarenta años a estudiar los caracoles para descubrir alguna cosa sin conseguirlo.

El ser humano y nuestro entorno tampoco han cambiado tanto desde la época de Beethoven, Bach, Donizetti o Debussy, y es cierto que produce placer aquella música, a veces un placer casi orgásmico. Sin embargo, hay muchas cosas que no cuadran. A mí me daría pena que los conservatorios desaparecieran, realmente disfruto tocando y escuchando esta música que he aprendido allí. Sin embargo, ese placer efímero e inconstante convive con una sensación creciente de vacío que me invade en las temporadas en que cierro los ojos y ejerzo profesionalemente de músico, y convive también con otras emociones bastante menos refinadas que las que transmite esta música. Al cabo, resulta un tanto ridículo empeñarse en tocar a Couperin o a Chopin desde el salón de mi casa, rodeado de un estruendo de coches, camiones, sirenas, la música o las conversaciones estúpidas y los exabruptos de viandantes (pijos, obreros, marujas, canis, chonis, puteros, depresivos…), rodeado también de los olores a pis, mierda, vómito, humo, fábricas, fritanga, horribles perfumes, y rodeado de asfalto, muchedumbre y porquería…

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La música en los conservatorios, resumiendo, ya no es música. Si se prefiere, ya no es música viva. Pero un ser humano muerto, ¿es un ser humano? Un cadáver, ¿es un ser humano? Incluso aunque pensemos que sí, que lo sigue siendo, aun sí ¿qué sentido tiene vivir con un cadáver? ¿Qué sentido tiene, pues, la música cadáver?

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(1) Gustavo Bueno, El mito de la cultura. (Editorial Prensa Ibérica, 1996).

(2) Entrevista de Fernando Sánchez Dragó a Gustavo Bueno en el programa Negro sobre blanco de TVE. Finales de los años noventa. https://www.youtube.com/watch?v=fIag9HzPwE0

 

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